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Margarita o el Subinspector Pedrito

Durante mi brevísima etapa como «periodista de verdad», allá en el Sur, cubrí algunos sucesos. Y tengo que decir que me encantó. Junto con otros géneros, como la corresponsalía de guerra o el periodismos de investigación, son la cara romántica de la profesión y lo que inspira a muchos de nosotros a adentrarnos en los intrincados caminos de la pluma.

Además, y pensándolo un poco, los Sucesos tienen de las dos cosas. Permiten hacer trabajo de mesa muy interesante, recabando información, buscando fuentes no siempre muy dispuestas y haciendo llamadas a comisarías, juzgados y hospitales, tirando de «contactillos» y amistades que quieren -o les interesa- compartir información sobre lo escabroso.

Y luego (o, mejor dicho, antes) está la calle, sobre todo si hay escena del crimen de por medio. Llegar al «lugar de los hechos», con todo el lío montado de policías, forenses, ambulancias y cotillas. Intentar encontrar, entre todos ellos, alguien dispuesto a contar algo diferente a lo que le ha contado al compañero. Ese gusanillo que entra cuando ves alguna cara sorprendida o te das cuenta del nerviosismo de aquel agente o de ese otro tipo que guarda algo en una bolsita de pruebas, como las de las películas.

No soy una frívola (o puede que sí, pero no en este caso). Nada de esto significa que sea insensible al sufrimiento -a veces, tragedia- a la violencia o a la sangre. Es otra cosa. Es la adrenalina que va emparejada, sin remedio, con la curiosidad y el ansia de descubrir (más allá todavía que el deseo de saber ) que se apodera de mí desde pequeña.

Es una mezcla perfecta entre labor detectivesca y reporterismo, en la que, además, está permitido enriquecer la prosa con ciertas dosis de dramatismo. Redondo.

Y es ahí donde voy. A El Caso. La nueva serie de TVE nos recuerda esa gran publicación, un clásico de la prensa española en medio de la dictadura franquista, en la que, entre sangre, violaciones y asesinos, se hizo parte del mejor periodismo de aquellos años infames para este oficio. A pesar de que intentaron cerrarlo varias veces, El Caso sobrevivió y venció a la censura previa en la mayoría de las ocasiones. Unas veces por la valentía de su fundador y director, Eugenio Suárez, otras por contactos en las altas esferas y la mayoría de las veces, por pura suerte. La censura estaba demasiado ocupada tapando tetas y vigilando soflamas comunistas para darse cuenta de lo libre que era esa prensa. Menos mal.

Y si algún redactor representa la naturaleza  misma de El Caso es Margarita Landi, o el «Subinspector Pedrito» si lo preferís, el apodo que utilizaba para integrarse en los equipos policiales, interrogatorios y escenas de crímenes. Hasta iba armada.

Margarita, de estirpe de periodistas y viuda joven (desde los 28 años en la España de los años 50, que no es «moco de pavo»), era todo un personaje. Yo, por mi edad, la recuerdo muy bien (incluso recuerdo El Caso, aunque no es sus mejores tiempos) y no puedo evitar una sonrisa cuando pienso en su pose (ahora lo llamaríamos «postureo»): pelo cardado, elegante y un poco masculina en su estilo y, por encima de todo, su pipa humeante, siempre en si mano.

Ella es otra de las maestras del periodismo español, sin duda. Lo que la diferencia es su especialidad, que desarrolló también en otros medios, tras el cierre de El Caso, donde trabajó desde 1954. Aunque empezó estudiando enfermería (no le sirvió de nada porque era un título republicano y no se aceptó), luego se decidió por el Derecho y la criminología, que aplicó a su trabajo de una forma minuciosa, que le supuso el respeto no sólo de sus compañeros, sino de policías y jueces, aunque a veces, éstos, la temían «como a un nublao».

Margarita Landi, en plenos años 50 y 60, recorría Madrid a toda pastilla en su descapotable y se codeaba con los más granado de la sociedad española de la época, al mismo tiempo que trataba también a criminales de toda calaña, tan valiosos como fuente como los primeros.

Landi era única. Seria y cortante, sabía transmitir la relevancia de su trabajo,  en medio de tanto titular tremendista (porque eso era gustaba a los lectores, claro que sí), y estuvo involucrada en la resolución y difusión de los principales crímenes de aquellos años, para deleite semanal de los españoles que disfrutaban, «a solas o en compañía de otros» de los procelosos y llenos de detalles morbosos artículos de aquella maravilla que era El Caso.

Gracias, Margarita y Cía.

Hasta la próxima entrada.

 

 

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Somos unos miserables

No podría escribir de otra cosa. Hoy no. Esta vez no quiero escribir sobre mujeres admirables o cuestionables,  ni sobre política, periodismo, o historia. Sólo puedo vomitar indignación y culpa en estas líneas.

A partir de esta media noche, damos un portazo en las narices de otros seres humanos, y los expulsamos, quitando de nuestra vista y nuestras sensibles narices su sufrimiento y su dolor.

Esta entrada no va ser muy florida, ya lo advierto. No me sale, ni quiero que me salga. Sólo siento vergüenza, dolor, asco y rabia. Se me parte el alma y no tengo ni idea de qué tengo que hacer para evitar que esta mierda sea de verdad, y no un mal sueño con tristes similitudes con los repugnantes años 30, que llenaron de miedo y muerte el mundo.

  • Siento vergüenza de formar parte de la sociedad teóricamente más civilizada del mundo. Cuna de la Democracia, la cultura clásica, del Renacimiento y de la Ilustración. Que le den a todo eso. Somos también la sociedad que desprecia a otros seres humanos que molestan y perturban nuestra hermosa realidad de mierda (ya van dos mierdas en el texto, es verdad. Os lo dije). Ahora estiramos nuestros cuellos blancos o miramos para otro lado, pero estoy segura de que la Historia nos juzgará (y si no, qué asco de Historia), como lo que somos: unos miserables. Y lo que está pasando, como un genocidio de inocentes, por el que los abandonamos a su suerte, y los dejamos morir de hambre, de frío y de rechazo. Esos rostros agotados y estupefactos deberían perseguirnos a todos (y a cada uno) lo que nos queda de vida. Si nos queda algo de decencia, así será.
  • Me duele. Se me parte el alma cuando veo a esos padres y madres que lo único que quieren es salvar a sus hijos, proteger a su familia. Llevarlos a lugar seguro y, allí, seguir viviendo. ¿Quién no entiende eso? Tengo un amigo que ha estado allí, en Lesbos, cubriendo la noticia de las llegadas de zodiacs a la isla para Canal Sur, a través de sus «ojos andaluces» y los de la ONG de bomberos del Sur que ya son héroes para muchos de nosotros . Sólo mirad su cara cuando hace la entradilla y escuchad su tono de voz durante toda la crónica. A él también le duele, claro. Siempre ha sido buena gente, mi amigo Miguel.
  • El asco me domina cuando miro los cuerpos bien alimentados y abrigados de los cabrones que han promovido todo esto. Pero también me repugna ver que todos seguimos con nuestras vidas, como si nada. Yo, la primera. Ayer fui a la peluquería y estuve de compras, vi una película y dormí la siesta. Como cualquier otro sábado de invierno, bajo la manta de mi sofá. Me pregunto todos los días si soy una hipócrita, si debería salir a la calle a gritar contra esto, o, mejor, comprar un billete de avión directamente a Lesbos o a Idomeni y ponerme de una vez a hacer algo por ellos, y que, de paso, no piensen que los europeos somos todos unas personas de mierda (y van 3). Si tendría que rebelarme contra quien sea para que las fronteras se abran y acojamos a los que necesitan refugio, comida, mantas y, sobre todo, la compasión y el apoyo de otro ser humano, para no perder la fe en esa Humanidad a la que tristemente pertenecemos todos.
  • Pero, sobre todo, estoy rabiosa. Tanto, que a veces, me cuesta pensar. Oigo los llantos y los gritos de esta pobre gente y la sangre me hierve. Y todavía es peor cuando no los oigo y solo hay silencio y  miradas suplicantes y sorprendidas.  Cuando los miro temblar caminando sobre el barro, cuando descubro lo que supone parir y nacer en Indomeni, en medio de la miseria y la indignidad en la que los hemos dejado.

A partir de mañana, la indecencia y la crueldad de dejar morir a nuestros congéneres será legal. Los «devolveremos» a Turquía, pagando por ello a un país en el que ni siquiera están a salvo la dignidad y los derechos de su propio pueblo.

Ojalá no podamos pegar ojo mientras esto siga ocurriendo. #OpenTheBorders,  joder.

Hasta la próxima entrada.

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La verdad es nuestro trabajo

No conocía bien la historia hasta que vi la película, y sigo en shock. Sé que genera controversia, según quien la cuente, pero yo tiendo a creer la versión de la cinta, por periodista y por «liberal», como llaman en los EE.UU. a los de ideas progresistas.

En todo caso, lo que me ha impresionado más es la sucesión de acontecimientos que se produjo en este caso, en una prestigiosa cadena, con informativos respetados y en»60 Minutos», uno de los programas míticos y referente para todo periodista, en cualquier parte del mundo.

Acababan de triunfar con un reportaje sobre Abu Ghraib que mereció nada menos que un Peabody unos meses después, ya caído todo el equipo en desgracia y fuera de la cadena.

Y entonces se complicó todo. Unos documentos dudosos tiraron por tierra una historia claramente probada, la de que el entonces Presidente George W. Bush se había «escaqueado» de ir a la Guerra del Vietnam, por un chanchullo de niño rico enchufado en la Guardia Nacional, de cuyos entrenamientos y actividades apenas llegó a formar parte.

Mary y el famosísimo presentador Dan Rather capitanearon un equipo muy poco ortodoxo que investigó durante semanas y que se precipitó un poco en la emisión, es verdad. No había hueco en el resto del mes y apostaron por la primer opción, para que nadie les pisara el «notición».

Los conocidos como «documentos de Killian», parte de las evidencias de la historia,  se cuestionaron casi de inmediato, y a pesar de las pruebas que el equipo puso sobre la mesa e incluso emitió, la cosa se fue al garete y, con ella, el equipo entero, que acabó en la calle. Todos despedidos, excepto Dan, al que le permitieron «dimitir» en antena y salir ligeramente más airoso, aunque no mucho.

Se trató de una secuencia de hechos que, si no fuera porque fueron patéticos, serían hilarantes. Fue el principio del fin de las noticias bien hechas en televisión. Cuando el negocio barrió por fin al periodismo, lo único se había mantenido más o menos limpio de aquellos intereses hasta entonces.

Y ahí acabó todo. Con una pantomima de comisión de investigación interna que tenía como propósito claro la condena de Mary, que fue el chivo expiatorio, aunque otros tampoco se libraron, aunque no la apoyaran e intentaran salvar su «culo» en la cadena. Todo por evitar el escándalo en año electoral y para que la reelección no corriera peligro.

Y así fue. Mary, deprimida y vapuleada, nunca volvió a trabajar en televisión. Dan se retiró del gran mundo y pasó a una pequeña cadena. Y Bush renovó la presidencia en un nuevo mandato: «¡Cuatro años más!».  Y todos felices. Algunos todos, claro.

¿Y cuál era la verdad? Qué importa. Y ya sabemos todos lo que pasó en aquellos 4 años de Bush. ¿Qué hubiera pasado si el escándalo hubiera calado y el resultado de las elecciones presidenciales de 2004 hubiera sido otro? Quién sabe…

Mary, al igual que otras maestras, de allí y de aquí, solo hacía quería hacer su trabajo. Y no pudo, después de aquello.

Hasta la próxima entrada.

 

 

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Scout ha muerto

«¿Sabes lo que es transigir?» Le pregunta el bueno de Atticus a su pequeña de 6 años, que llora porque no quiere volver al colegio después de un primer día descorazonador. Qué gran pregunta, más en estos tiempos de negociaciones y pactos. Aunque no siempre es posible hacer concesiones, es una buena lección, sin duda.

Harper Lee murió hace unos días.  Su única obra (no voy a admitir a «la otra»  como una novela rematada por la escritora. Sólo se publicó cuando ella ya no podía oponerse),  Matar un Ruiseñor, ha emocionado a millones de personas de todo el mundo desde su publicación.

La historia de Scout, su protagonista (inspirada en ella misma), su hermano Jem y su amigo Dill (el alter-ego de Truman Capote, su gran amigo desde la infancia) lo tiene todo y no ha envejecido nada, como suele ocurrirles a las buenas historias. Conmovedora, divertida, reflexiva y maravillosamente bien escrita y traducida (la mayoría de las veces).

Atticus es uno de mis héroes desde que vi la película y -años después- leí el libro. Un gran padre, un hombre bondadoso, querido y respetado por su comunidad, pero capaz de enfrentarse a ella y a sus prejuicios por defender lo que es justo y a un inocente. El pobre Tom, un buen hombre negro, acusado falsamente de violar a una mujer blanca, no merecía ser condenado. Atticus luchó por su absolución, aunque le sirvió de poco en la sociedad racista de Alabama de mediados del siglo pasado. Que el actor que lo interpretó en la gran pantalla fuera Gregory Peck contribuyó bastante a esa admiración que muchos sentimos por el personaje, lleno de razón y sabiduría.

Con los años, sin embargo, es el personaje de Boo el que ha ido creciendo en mi lista de favoritos. Un hombre huraño y temido por los prejuicios adultos. Un ser solitario y triste escondido en su casa, el objetivo de las aventuras de los 3 pequeños durante los largos y calurosos veranos del Sur. Boo quiere a los niños, les hace pequeños regalos y los defiende de la brutalidad de la ignorancia. Enternecedor y admirable. Un pequeño-gran animal indefenso, que solo quiere que lo quieran, y no hace mal a a nadie. Fuerte y débil a la vez.

Y esos niños, que no entienden nada y saben más que la mayoría. Scout, desactivando a la turba racista que quiere hacer daño a su padre, Jem, que no acepta lo que pasa, Dill y su desbordante imaginación y, por lo que se intuye, una vida triste en la ciudad.

Juzgados y casas solitarias, juegos y peleas, conversaciones y disturbios. Y mucho que pensar. Sobre el racismo y su sinrazón, sobre la pobreza y la soledad. Sobre los hombres y los niños. Sobre la vida y sus miserias. Sobre el amor y los odios. Sobre el abuso y la debilidad.

Un canto a la buena voluntad y a la inocencia. Un grito contra la crueldad, porque «Matar ruiseñores, que sólo cantan y no hacen daño, es un acto malvado».

Hay autores que se desfondan en una sola obra, única. La historia que tienen que contar y que sacan de tan dentro que trasciende lo que son. Este es el caso de Harper Lee y su maravillosa Scout.

Hasta la próxima entrada.