Imagen

Una Alondra vuela hasta Australia

 

Estoy convencida de que, entre otras taras (físicas y mentales), sufro cierto grado de amusia. ¿Que qué es eso?  Que me encuentro entre esas personas que han nacido sin la capacidad de entender ni apreciar la música. No es que no me guste. Es que me suele dejar fría. Y me da una rabia enorme. Ya sé que os parecerá marciano, pero es así.

Para todo lo demás, soy una persona con las emociones a flor de piel. Bastante intensa -diría que demasiado- y todo me afecta. Desde el gesto o la imagen más cotidianas -una noticia, un gatito en Internet o un buen día de sol- a un diálogo cinematográfico bien dirigido e interpretado, las artes plásticas en todas sus expresiones y, por supuesto, la literatura. Mi gran pasión.

Pero la música, no. Y me gustaría. Vaya que sí. Me muero de envidia cuando veo la pasión que despierta en mi hijo y mi marido, y las conversaciones exaltadas sobre grupos, álbumes, artistas y conciertos entre ellos y mis sobrinos, por ejemplo (ambos músicos desde diferentes ángulos). Y, por supuesto, me encantaría disfrutar como ellos y tantos otros del placer que veo que experimentan cuando escuchan ese extraordinario lenguaje sonoro que hace disfrutar a millones de personas en todo el mundo y que es algo así como el quimérico idioma universal.

La música es PURA COMUNICACIÓN. Transmite emociones, mensajes, ideas, retos, rebeliones y hasta revoluciones. Mirad (o mejor, escuchad) los himnos, por ejemplo. O canciones que se han convertido en clamores sociales. ¿Y el amor? ¿Qué mejor forma de expresarlo que una  buena canción que, en pocas estrofas, apoyadas por la melodía, es capaz de expresar, mágicamente, lo que sientes y tú no eres capaz de explicar con tus palabras? Menos mal que para eso, también tengo la poesía.. (reflexión personal).

En fin, que me disperso en mis limitaciones. Hoy escribo de música con nombre de mujer. Y eso es, en sí mismo, un acontecimiento cuando nos referimos a la Clásica y, sobre todo a la dirección de orquestas. La mexicana Alondra de la Parra es una luz brillante en este mundo de hombres, en los que los nombres femeninos mas que escasos son una rareza. En todas las profesiones las maestras que abren camino son esenciales para las que vienen detrás.

Se acaba de hacer público que en 2017 será la directora musical de la Queensland Symphony Orchestra de Australia. Impresionante. Y con sólo 36 años. Qué no le deparará el futuro. Me produce una enorme admiración porque, además, transmite humildad y pasión. Nada de ese aire remilgado de algunos de sus colegas masculinos.

Alondra vive en la música desde los 7 años. Piano, chelo, composición… Licenciada en piano bajo la tutela Jeffrey Cohen, y en Maestría de dirección de orquesta con Kenneth Kiesler, en 2003 funda en Nueva York la Orquesta Filarmónica de las Américas, para promover y difundir las obras de jóvenes compositores y solistas latinoamericanos -absolutamente desconocidos entonces al otro lado de la frontera-  y educar a los niños de escuelas públicas del Bronx y de orquestas infantiles en México.

Por supuesto, de la Parra ha dirigido también muchas otras orquestas, tanto en su México natal como en otros países, incluida la que ahora va a dirigir de forma permanente al otro lado del mundo, en Australia, y con la que dice sentir una química especial.

Para alguien como yo, esta mujer representa algo inimaginable y casi misterioso. La música como esencia de una vida. Pero, desde la distancia de mi incapacidad, he de decir que, en realidad, representa lo que muchos querríamos. Vivir en y para lo que nos apasiona y que se nos valore por ello, como han podido hacer también otras afortunadas, en el campo que hayan elegido y en el que -seguro- se han tenido que partir la cara. Aportar algo al mundo y a las personas, que las haga disfrutar y un poco más felices, y ayudar a difundir tu pasión, desde tu corazón -y su batuta- hasta el último rincón del mundo.

Alondra, me das envidia. Suerte. Es la de muchas.

Hasta la próxima entrada.

Imagen

Las 4 caras de Ève, la Curie sin Nobel

Ève era una artista. Un «bicho raro» en la familia Curie, dedicada en cuerpo y alma a la ciencia, y laureada por ello. Sus padres y su hermana Irene fueron investigadores de reconocidísimo prestigio, todos ellos en el campo de la radioactividad.

Pero a ella, aunque tan brillante como los demás -incluso se graduó en ciencias por aquello de la tradición- la vida y la ilusión la llevaron por otros caminos, en los que también destacó y que disfrutó durante sus más de 100 años de vida.

  1. Fue pianista. Desde muy pequeña se sintió fascinada por la música clásica y fue una concertista precoz. Durante los años 20, recorrió algunas de las salas más prestigiosas con su música, demostrando una destreza notable. Qué envidia.
  2. Fue hija. Y el orden de esta relación no es aleatorio, porque este papel lo ejerció después del anterior. No había cumplido los 2 años cuando su padre murió en un accidente, y su madre se distanció de su dolor, y de paso de ella y de su hermana, refugiándose en sus trabajos de investigación. Más adelante, recuperaron su relación y el tiempo perdido. Madre e hija tuvieron una conexión especial, y estuvieron muy unidas, hasta la muerte de Marie, víctima de la leucemia provocada por la radioactividad, a la que consagró su vida y su trabajo, y que la hizo merecedora nada menos que el Premio Nobel (años después, también su hermana Irene recibió el galardón más importante del mundo. Vaya familia de genios)
  3. Fue periodista. Trabajó como reportera durante la II Guerra Mundial y, una vez finalizada la contienda, fundó y co-dirigió el Paris-Press, hasta 1949.
  4. Fue escritora. Su obra más alabada y recordada fue la biografía de su madre, publicada tras la muerte de éste y todo un best-seller en 1937. En ella, Ève humanizaba y transmitía amor y admiración por una de las mujeres más importantes de la Historia. Debió de ser un honor y un enorme peso ser la hija de Madame Curie.
  5. Fue filántropa… consorte. En realidad, no. Ella misma dirigió y gestionó la fundación que llevaba el nombre de su madre durante muchísimos años.  Pero también fue esposa de Henry Labouisse, embajador estadounidense en Grecia cuando se conocieron, y luego director ejecutivo de Unicef y el que recogió otro Premio Nobel, en esta ocasión el de la Paz, concedido a la organización en 1965.

Así que Ève siempre vivió rodeada de personas especiales, tanto como ella misma lo fue, desde un plano de discreción y humildad rebajado un grado respecto al resto. Ella era lista, era hermosa (por dentro y por fuera), era fuerte. Una Curie única. Fue Ève. Y durante tanto tiempo

Hasta la próxima entrada.

Imagen

Señoritas no, mujeres

La Institución Libre de Enseñanza es todo un símbolo cultural del siglo XX, lo mismo que la famosa Residencia de Estudiantes en la que vivieron genios como Dalí, Lorca o Buñuel, y que ha sido inmortalizada por el cine, la poesía y la misma Historia. Cuna de la Generación del 27 y de parte de lo mejor del arte y la pasión anteriores a la Guerra que lo asoló todo.

Esta es la versión masculina. De aquel lugar mágico y lleno de inquietud intelectual y artística fue de los barros maravillosos de los que nacieron lodos en los que se combinó lo trágico y lo extraordinario.

Pero resulta que, solo 5 años después de que se fundara la Residencia de Estudiantes, y en el mismo lugar (un precioso «hotelito» en la calle Fortuny de Madrid) que ésta dejó porque necesitaban más espació, se creó la Residencia de Señoritas, inspirada en la primera y que bebía también de los principios de la Institución. Unas 30 residentes y un puñado de profesoras abrieron las puertas de aquel lugar único, en el que aquellas valientes se atrevieron con la Filosofía, el Arte, la Ciencia y el deporte, actividades consideradas «de hombres» en aquella España de principios de siglo.

Y que no os confunda su nombre, cursi, machista y rancio. María de Maeztu, su fundadora, tenía muy claro que aquello era el principio de un largo recorrido para las mujeres. Es verdad que, tanto profesoras como residentes, eran «señoritas» de buenas familias de clase media-alta, en una época en la que las obreras y las mujeres del campo ni siquiera sabían leer y escribir. Sin embargo, aquellas jóvenes – y no tan jóvenes- abrieron un camino que todas nosotras tenemos que agradecer.

Con fuertes vínculos con su entidad hermana, el International Institute for Girls en España, ellas fueron de las primeras que empezaron a hablar y a demandar el voto para las mujeres, siguiendo la estela de las sufragistas americanas y británicas de la época.

Por aquellas salas, laboratorios y bibliotecas pasaron nada menos que María Zambrano – que a tantas mujeres nos ha enseñado a pensar-, Victorina Durán, Clara Campoamor o la mismísima Premio Nobel Marie Curie, unas como docentes estables, otras participando en algunas de las frecuentes actividades organizadas por y en la propia residencia. Entre las «alumnas» estuvieron Victoria Kent (una de aquellas primeras 30), científicas como María García Escalera y Cecilia García de Cosa, o Matilde Huici, por ejemplo.

El objetivo era la promoción de la formación universitaria para las mujeres, como requisito imprescindible para que éstas tuvieran un papel activo en aquella sociedad totalmente masculina, en la que ellas no pintaban nada y servían, sobre todo, para trabajar y parir, siempre al servicio de sus padres, de sus hermanos, de sus maridos e incluso de Dios.

Durante sus poco más de 20 años de existencia, la Residencia de Señoritas (maldito nombre) fue el campo de cultivo burgués de la intelectualidad femenina -y feminista- de nuestro país. Ellas empezaron a ocupar puestos de relevancia en una España que empezaba a dar muestra de pequeños pero significativos cambios. En el Congreso de los Diputados, en la Escuela y la Universidad, en el Derecho, en la Filosofía.

Pero otra vez la infausta fecha del 18 de julio de 1936 dio al traste con un sueño, el de aquella institución, sus mujeres y el de una sociedad, que como todas las del mundo, las necesitaba mucho. El día que empezó la Guerra, la residencia estaba casi vacía por las vacaciones de verano. Durante el asedio a Madrid, sus instalaciones fueron utilizadas como hospital y orfanato. Cuando acabó la contienda, ya en Valencia, María de Maeztu dimitió y se fue de aquella España indeseable.

Después de aquello, la Residencia se convirtió en un Colegio Mayor regido por la infausta y nunca bien criticada Sección Femenina de la Falange (Su nombre y su recuerdo son igualmente insultantes). Bajo la dirección de Matilde Marquina, en 1940 volvió a funcionar con el nombre de Colegio Mayor Santa Teresa de Jesús, con su director espiritual (un sacerdote varón, naturalmente) y todo. Como podéis barruntar, aquel sitio no se parecía más que en las paredes a la Residencia original y los principios y objetivos de aquella, como tantas otras cosas importantes en aquellos tiempos, se fueron al garete.

Pero aquellas «señoritas» fueron nuestras maestras, las que pusieron los cimientos de la presencia de las mujeres en la universidad española, hoy tan abundante -y, en algunos campos, abrumadora-. Fueron las que hicieron posible que nuestra voz, aunque a escondidas, nunca dejara de oírse y leerse. A veces, a gritos. Otras, en susurros.

Hasta la próxima entrada.