Esta es la versión masculina. De aquel lugar mágico y lleno de inquietud intelectual y artística fue de los barros maravillosos de los que nacieron lodos en los que se combinó lo trágico y lo extraordinario.
Pero resulta que, solo 5 años después de que se fundara la Residencia de Estudiantes, y en el mismo lugar (un precioso «hotelito» en la calle Fortuny de Madrid) que ésta dejó porque necesitaban más espació, se creó la Residencia de Señoritas, inspirada en la primera y que bebía también de los principios de la Institución. Unas 30 residentes y un puñado de profesoras abrieron las puertas de aquel lugar único, en el que aquellas valientes se atrevieron con la Filosofía, el Arte, la Ciencia y el deporte, actividades consideradas «de hombres» en aquella España de principios de siglo.
Y que no os confunda su nombre, cursi, machista y rancio. María de Maeztu, su fundadora, tenía muy claro que aquello era el principio de un largo recorrido para las mujeres. Es verdad que, tanto profesoras como residentes, eran «señoritas» de buenas familias de clase media-alta, en una época en la que las obreras y las mujeres del campo ni siquiera sabían leer y escribir. Sin embargo, aquellas jóvenes – y no tan jóvenes- abrieron un camino que todas nosotras tenemos que agradecer.
Con fuertes vínculos con su entidad hermana, el International Institute for Girls en España, ellas fueron de las primeras que empezaron a hablar y a demandar el voto para las mujeres, siguiendo la estela de las sufragistas americanas y británicas de la época.
Por aquellas salas, laboratorios y bibliotecas pasaron nada menos que María Zambrano – que a tantas mujeres nos ha enseñado a pensar-, Victorina Durán, Clara Campoamor o la mismísima Premio Nobel Marie Curie, unas como docentes estables, otras participando en algunas de las frecuentes actividades organizadas por y en la propia residencia. Entre las «alumnas» estuvieron Victoria Kent (una de aquellas primeras 30), científicas como María García Escalera y Cecilia García de Cosa, o Matilde Huici, por ejemplo.
El objetivo era la promoción de la formación universitaria para las mujeres, como requisito imprescindible para que éstas tuvieran un papel activo en aquella sociedad totalmente masculina, en la que ellas no pintaban nada y servían, sobre todo, para trabajar y parir, siempre al servicio de sus padres, de sus hermanos, de sus maridos e incluso de Dios.
Durante sus poco más de 20 años de existencia, la Residencia de Señoritas (maldito nombre) fue el campo de cultivo burgués de la intelectualidad femenina -y feminista- de nuestro país. Ellas empezaron a ocupar puestos de relevancia en una España que empezaba a dar muestra de pequeños pero significativos cambios. En el Congreso de los Diputados, en la Escuela y la Universidad, en el Derecho, en la Filosofía.
Pero otra vez la infausta fecha del 18 de julio de 1936 dio al traste con un sueño, el de aquella institución, sus mujeres y el de una sociedad, que como todas las del mundo, las necesitaba mucho. El día que empezó la Guerra, la residencia estaba casi vacía por las vacaciones de verano. Durante el asedio a Madrid, sus instalaciones fueron utilizadas como hospital y orfanato. Cuando acabó la contienda, ya en Valencia, María de Maeztu dimitió y se fue de aquella España indeseable.
Después de aquello, la Residencia se convirtió en un Colegio Mayor regido por la infausta y nunca bien criticada Sección Femenina de la Falange (Su nombre y su recuerdo son igualmente insultantes). Bajo la dirección de Matilde Marquina, en 1940 volvió a funcionar con el nombre de Colegio Mayor Santa Teresa de Jesús, con su director espiritual (un sacerdote varón, naturalmente) y todo. Como podéis barruntar, aquel sitio no se parecía más que en las paredes a la Residencia original y los principios y objetivos de aquella, como tantas otras cosas importantes en aquellos tiempos, se fueron al garete.
Pero aquellas «señoritas» fueron nuestras maestras, las que pusieron los cimientos de la presencia de las mujeres en la universidad española, hoy tan abundante -y, en algunos campos, abrumadora-. Fueron las que hicieron posible que nuestra voz, aunque a escondidas, nunca dejara de oírse y leerse. A veces, a gritos. Otras, en susurros.
Hasta la próxima entrada.