La historia de la niña Andrea –a la que por fin han dejado descansar– y la lucha de sus padres, ha vuelto a poner sobre la mesa el debate sobre la eutanasia, el suicidio asistido y la muerte digna. No son la misma cosa, ya lo sé. Pero, en el fondo, la cuestión es una, por lo menos para mí. Porque todo se reduce a una gran pregunta, que nos tortura o nos hace rebelarnos: ¿Por qué y para qué debemos soportar el dolor, el deterioro y el miedo de los últimos momentos de la vida (eso es, ni mas ni menos, la muerte)? ¿Qué sentido tiene sufrir sin esperanza?
Supongo que la fe y, sobre todo, las creencias religiosas (que no son exactamente lo mismo) pueden determinar la respuesta a esta tremenda pregunta. Pero yo, que perdí esa fe hace ya mucho tiempo, soy incapaz de entender la necesidad de dejar este mundo penando hasta el final. Si es hora de irse, que sea pronto, con los míos y sin dolor.
Tal vez a alguno os sorprenda que saque este asunto aquí. Pues os lo explico: los temas como este, y como otros controvertidos, se reabren de cuando en cuando, casi siempre relacionados con un caso concreto que salta a la opinión pública, y más si este no se resuelve fácil y rápidamente. Y el último de estos ejemplos es, precisamente, el de Andrea. Pero no es el único. Otras mujeres y niñas, por sus circunstancias, nos hicieron reflexionar y hablar públicamente sobre todo esto:
- Antes que Andrea, la historia de otra niña también nos conmovió profundamente. Se trataba de Gina, de 11 años, hija de la periodista catalana Elisabet Pedrosa. Hace poco más de un año, y después de meses en el hospital mientras el extraño Síndrome de Rett acababa con ella, tuvo «una muerte luminosa y llena de vida«, en casa, abrazada por su familia. Su madre, una gran luchadora, escribió después un precioso libro, Seguiremos viviendo, en el que habla sobre su terrible pérdida y la experiencia de la familia.
- Otra historia extraordinaria es la de Brittany Maynard. Esta estadounidense de 29 años, decidió morir cuando ella quiso, junto a su marido, en noviembre del año pasado. Para ello tuvo que dejar su casa y mudarse a Oregon, para poder hacerlo legalmente. Quería seguir decidiendo sobre su vida, hasta el final. Y permanecer en el recuerdo de los suyos todavía con brillo en los ojos y ganas de sonreír, no deshecha por el dolor e hinchada por los fármacos.
- Este verano me sacudió especialmente la historia de Laura, una joven belga de 24 años, deprimida desde su infancia, que solicitó la eutanasia a las autoridades de su país, donde esta es legal, aduciendo un argumento demoledor: «la vida no es para mí«. No sé qué ha sido de ella ni si finalmente murió, pero debo decir que entiendo el cansancio de vivir y defiendo el derecho a salir de aquí cuando y cómo uno quiera, y el de ser asistido y acompañado en esa marcha,
Son solo 4 nombres de mujer, que representan a personas de todo el mundo que claman – para ellos o para alguno de los suyos- por la dignidad de la muerte, exactamente igual que para el resto de la vida, y por la libertad del individuo para decidir sobre ella en todo momento.
Si pensamos en la vejez, todo esto se convierte en un concepto mucho más amplio, una decisión casi social. Cuando lo pienso, para mí y para los míos, lo que se me viene a la cabeza es aquella frase de Oscar Wilde «Lo peor no es envejecer; lo verdaderamente malo es que no se envejece», que cita Rosa Montero en este hermoso artículo del año pasado, a los pocos días de la muerte de Brittany. Uno puede estar lleno de vida y ganas de disfrutarla hasta los 100 años, pero es posible que otros no estemos dispuestos a aceptar la devastación del tiempo sobre nuestro cuerpo, mientras nuestro espíritu y nuestra cabeza siguen siendo jóvenes.
Como Rosa Montero, reconozco que para esto soy una cobarde y reivindico a los que lo son como yo -muchos, me temo- recordando las palabras de Javier Sádaba en su inolvidable y sentido Recuerdo Vivo, «confieso mi miedo a morirme y, cómo no, a que mueran los que amo. E incluso a que mueran los que no he conocido ni conoceré«. Y, sobre todo, confieso mi miedo al sufrimiento.
Me niego a asumir, de acuerdo con Manuel Vincent en El País de hoy, que «nuestro último trance todavía está fiado al destino, que según su capricho puede otorgarte la gracia de morir de repente o durante el sueño o mediante una bajada suave sin dolor hacia la disolución en la ilimitada oscuridad o bien podrá ensañarse contigo hasta el extremo de la máxima alevosía sin que nadie se atreva a oponerse directamente a esta tragedia«. Pues yo me opongo con toda mi alma y lucharé por una «muerte luminosa» para los que amo y para mí misma. Lo juro
Hasta la próxima entrada.